martes, 17 de febrero de 2009

LA MASCARA DE LA MUERTE ROJA

Durante mucho tiempo, la «Muerte Roja» había devastado la región. Jamás pestilencia alguna
fue tan fatal y espantosa. Su avatar era la sangre, el color y el horror de la sangre. Se producían agudos
dolores, un súbito desvanecimiento y, después, un abundante sangrar por los poros y la disolución del
ser. Las manchas purpúreas por el cuerpo, y especialmente por el rostro de la víctima, desechaban a
ésta de la Humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión. La invasión, el progreso y el
resultado de la enfermedad eran cuestión de media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de
su población, reunió a un millar de amigos fuertes y de corazón alegre, elegidos entre los caballeros y las
damas de su corte, y con ellos constituyó un refugio recóndito en una de sus abadías fortificadas. Era una
construcción vasta y magnífica, una creación del propio príncipe, de gusto excéntrico, pero grandioso.
Rodeábala un fuerte y elevado muro, con sus correspondientes puertas de hierro. Los cortesanos, una
vez dentro, se sirvieron de hornillos y pesadas mazas para soldar los cerrojos. Decidieron atrincherarse
contra los súbitos impulsos de la desesperación del exterior e impedir toda salida a los frenesíes del
interior.

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